Joseph Brodsky y Maria Sozzani: 5 de los años estadounidenses más felices de la vida del poeta

Joseph Brodsky y Maria Sozzani: 5 de los años estadounidenses más felices de la vida del poeta

En los círculos más cercanos al poeta Joseph Brodsky, el silencio sobre su vida íntima era tan espeso como una niebla marina al amanecer. Ni viejos amigos ni familiares se aventuraban a traspasar ese velo. La única voz que, en ocasiones, se permitía romperlo era la de su esposa, Maria Sozzani, y aun así, solo para hablar de su obra, jamás para desvelar escenas de su hogar. De toda aquella parcela privada, solo trascendió un hecho: los últimos cinco años que respiró en suelo estadounidense fueron, quizá, los más luminosos de su existencia.

Camino hacia el destierro

El 4 de junio de 1972, un avión con destino a Viena lo arrancó para siempre del país que lo había visto crecer. Sin ciudadanía y con la orden de no volver, aterrizó en la capital austríaca, donde lo esperaba Karl Proffer, quien no tardó en ofrecerle una invitación formal para incorporarse a la Universidad de Míchigan. No quiso vestir el papel de mártir; en su lugar, pasó una temporada en Europa, se mezcló con escritores occidentales y, finalmente, se lanzó a cruzar el Atlántico para iniciar labores como poeta invitado.

Su currículum académico no incluía diploma escolar, pero su prestigio literario ya tenía peso propio. Terminó convirtiéndose en uno de los profesores más apreciados por estudiantes y colegas. Pronto su agenda se llenó de conferencias en Irlanda, Canadá, Inglaterra, Suecia, Italia, Francia y numerosas ciudades de Estados Unidos.

Aunque no poseía formación pedagógica ni dominaba técnicas docentes, encontraba la manera de entrar en la mente del público y mantenerla cautiva. Una charla, un seminario o incluso una tertulia improvisada podían transformarse en un acto poético en vivo. No seguía protocolos: fumaba mientras hablaba, bebía café en plena explicación, improvisaba rutas de pensamiento. Al inicio, ese estilo provocaba desconcierto en otros docentes, pero con el tiempo, aquella irreverencia se volvió parte inseparable de su identidad.

Con cada viaje y cada verso, se consolidaba no solo como el poeta que había desafiado a la Unión Soviética, sino como un creador que encontraba, en su nueva vida, un terreno fértil para reinventarse.

Soledad y salud quebrada

Antes de cruzar fronteras, había pasado por una ruptura amorosa que le dejó un hueco imposible de rellenar. A ello se sumó el peso del exilio. Encontró en la escritura y la enseñanza un refugio, pero su cuerpo comenzó a enviar señales de alarma: un infarto en 1976, cirugía de corazón en 1978. Necesitaba cuidados, y sin embargo, sus padres recibieron negativas sistemáticas para visitarlo. Murieron sin volver a abrazarlo.

La relación con Marina Basmanova había sido una hoguera constante: ardía tanto que al final dejó cenizas que no se disiparon. No pudo perdonar traiciones ni aceptar la soledad resultante. En mayo de 1990, durante su quincuagésimo cumpleaños, pronunció palabras que resonaron como sentencia: «Dios decidió otra cosa: estaba destinado a morir soltero. El escritor es un viajero solitario». Sin embargo, la vida se encargó de contradecirlo.

Defendía que el aislamiento era combustible para la creatividad. Quizá por eso evitó durante años cualquier compromiso estable, hasta que apareció una mujer que alteraría ese patrón: una joven italiana con sangre rusa.

Un encuentro

En enero de 1990, una sala de la Sorbona albergaba una de sus conferencias. Entre el público, Maria Sozzani, estudiante de historia de la literatura rusa, hija de un alto cargo de la empresa Pirelli y de madre descendiente de nobles emigrados. Con tantos asistentes, parecía improbable que él reparara en una sola figura. No obstante, poco después llegó una carta desde Italia, y así comenzó un intercambio epistolar que se prolongó durante meses.

El verano de ese año los encontró juntos en Suecia, destino habitual para el poeta. El 1 de septiembre, en el Ayuntamiento de Estocolmo, unieron sus vidas. Maria tenía treinta años; él, casi una década más. La boda se organizó con la ayuda del amigo y traductor Bengdt Jangfeldt.

El hogar inesperado

La noticia desconcertó tanto a sus colegas como a quienes lo admiraban desde la distancia. La decisión fue rápida, sin consultas ni dudas. A partir de entonces, Brodsky parecía atravesado por una claridad distinta: en las fotografías junto a Maria se percibía una luz que no estaba antes. Su afecto hacia ella tenía un matiz protector, casi paternal.

En Navidad de 1993 apareció un poema con dedicatoria MB. Quienes conocían su historia pensaron en Marina Basmanova, pero en realidad las iniciales correspondían a Maria Brodskaya:

¿Qué se necesita para un milagro? Una funda de piel de oveja,
un pellizco hoy, un poquito ayer
y un puñado mañana.
Un poco de espacio y un trozo de cielo.
Y el milagro ocurrirá…

Las composiciones para Marina destilaban tragedia; las escritas para Maria, en cambio, transmitían una esperanza abierta. Ese mismo año nació Anna, llamada Nyusha en la intimidad. En casa se hablaba inglés, pero Maria insistió en enseñarle ruso para que algún día pudiera leer los versos de su padre sin traducción.

El poeta se volcaba en su hija: cada momento libre lo pasaba con ella. El 28 de enero de 1996 subió a su despacho a trabajar. A la mañana siguiente, Maria lo encontró sin vida. Durante un tiempo, Nyusha dictaba cartas a su madre para que, atadas a globos, subieran hacia el cielo en busca de él.

Ya adulta, Anna Alexandra Maria Sozzani reconoce que leer los textos de su padre es su forma de mantener viva la conversación con él.

Después de Brodsky

Hoy, Anna vive en Italia, adonde se mudó tras residir en Inglaterra. En San Petersburgo está Pelagia Basmanova, hija de Sergey, primogénito de Marina, estudiando diseño comunicativo y soñando con crear una agencia de branding.

Maria trasladó los restos de su esposo a Venecia y regresó a su país natal. Brodsky había depositado su archivo en la Biblioteca Nacional Rusa antes de 1972, con la condición de mantener sus documentos personales cerrados durante medio siglo tras su muerte. Su deseo era claro: ser recordado por su obra y no por anécdotas privadas.

Y así, fiel a su convicción, dejó que el misterio envolviera su vida íntima, como si comprendiera que hay cosas que solo pueden contarse a través de la poesía.

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